13.6.06

Artículos

Judío y agnóstico, pero respecto al Código, estoy con la Iglesia

Bernard-Henri Lévy

El Código Da Vinci no es sólo un film desolador. No es sólo una especie de juego pueril (Cristo y su mujer tienen una hija) con el texto de las Escrituras. Es algo más y peor que la infamia intelectual denunciada aquí y allá por periodistas empeñados en aclarar, en el maremagnum de escenas que son presentadas como “los hechos”, cuál es la parte documental y cuál la fantástica. Es una película que, apuntando sin nombrarlos a algunos de los temas más ambiguos del imaginario político contemporáneo, flirtea con el peor.
Tres libros muy útiles han sido publicados recientemente en Francia, escritos por Pierre-André Taguieff, Philippe Muray y René Rémond. El de Taguieff, La foire aux illuminés, lo considera como un alarde de falsa ciencia y de falsedad que da crédito a una conjura mundial concebida al inicio de la Historia Contemporánea e impenetrable hasta nuestros días, la ilusión de acceder, a través del libro y ahora de la película, al misterio de los misterios, al enigma absoluto, aludiendo a un complot que dio lugar a todos los totalitarismos.
El de Philippe Muray, Dix-neuvième siècle à travers les âges, naturalmente no habla del Código Da Vinci pero establece la genealogía de un “ocultismo político” que nos lleva a los grandes iluministas que forjaron el cuerpo doctrinal de esta obra. Y Le nouvel antichristianisme de René Rémond, que recomiendo a todos aquellos que, cristianos o no, perciben el hedor a oscurantismo, a odio, del pensamiento y de la verdadera ciencia, que se mueven en los últimos tiempos en contra una Iglesia a la que, desde pío XII a Benedicto XVI, consideran culpable de todos los males.
Se empieza a saber que el famoso Priorato de Sión, que en el film ocupa un lugar esencial y que aparece como una orden oculta, fundada hace mil años por Goffredo di Bugione y encargada de preservar el Santo Grial que guardaría el secreto del matrimonio de Jesús y María Magdalena, es una asociación creada después de la Segunda Guerra Mundial por una banda de nostálgicos de Da Vinci. Mientras se sabe menos de otras cosas como del nombre del personaje de Dan Brown (el Radcliffe de Ángeles y demonios) tomado de John Readcliff, supuesto autor de un Discurso del rabino de los años 1860 y considerado uno de los precursores del Protocolo de los Sabios de Sión.
De lo que se sabe un poco más es de la idea paranoica de una verdad oculta hasta el final de los tiempos por poderosas estirpes de conjuradores, del credo científico alternativo de un gobierno mundial con códigos que permitirían a algunos iniciados descifrarlos y adentrarse en todas las elucubraciones de los imitadores franceses del III Reich. ¿La lucha, no de las clases, sino de las sociedades secretas, verdadero motor de la historia? Sí. Era la convicción, antes de Dan Brown, del sabio Henry Coston, que terminó su vida obsesionado por los gobiernos ocultos, por las trilaterales y otras organizaciones internacionales masónicas y neomasónicas.
Lo que por ahora no se quiere saber es que bastaría sustituir en el texto y en las imágenes de Brown al Opus Dei por la Compañía de Jesús, el personaje de Silas por el de Loyola, o la “guardia blanca” del papa por los “hombres de negro” de la Compañía de Jesús, para reencontrarnos con el tono de las diatribas antijesuíticas que llenaron de infamia los siglos XIX y XX y que culminaron con deportaciones con la marca “nzv”, literalmente “no fiables, como los judíos”. Su crimen era haberse mostrado sucesivamente cómplice del jacobnismo, del bolcheviquismo, de la internacional judía, en definitiva –ésta era la verdad- de una resistencia alemana antinazi.
No estoy defendiendo al Opus Dei, naturalmente. Pero recordemos que las palabras tienen una historia y que, dentro de estas palabras, dentro del fantasma de una confraternidad de monjes mafiosos y asesinos que no tienen otro objetivo que no sea aprovechar sistemáticamente el universo, hay un peso de delirio y de crimen que evoca recuerdos temibles y contra los cuales no es inútil poner en guardia al público.
Que los primeros interesados no lo hagan es una cosa. Y sobre esto, entre paréntesis, hay un ejemplo de sangre fría sobre el que se podría partir para pensar en otras ofensas que, comparadas con ciertas “caricaturas” que hace poco tiempo tuvieron una resonancia diez veces menor que el Código Da Vinci, provocaron una reacción tan exagerada como la que conocemos. Lo que no significa, por otro lado, la obligación de callar. Y no impide aquí a un agnóstico y judío expresar el disgusto que le supone aquello que llamará, con Freud, la marea negra del nuevo anticatolicismo.

(publicado el 24/05/06 en el Corriere della Sera)